lunes, 11 de junio de 2012

la investigacion criminal

Leo en Las benévolas, de Jonathan Littell, una escena en la que un comando alemán llega a un pueblo de Ucrania, recién ocupado, a efectuar un registro (estamos en la Segunda Guerra Mundial).
Al sonido bronco de las voces en alemán, una mujer embarazada sale corriendo y chillando de una casa, víctima de un ataque de pánico.
Los soldados alemanes, por gesto reflejo, al oír aquellos chillidos se llevan el fusil ante la cara, apuntan y ¡¡pumba!!, dejan a la mujer seca.
Miradas de reproche entre ellos; consternación general.
Pero aún es posible hacer algo, pese a todo: la asesinada está en muy avanzado estado de gestación.
Los soldados del sonderkomando cogen entonces el cadáver, se lo llevan a una casa cercana, lo ponen encima de una mesa y uno que tiene nociones de enfermería consigue practicar una cesárea y extraer al niño.

Pero aparece en aquel momento el jefe del comando.
Abre la puerta de una patada: “¿Qué coño estáis haciendo?”, dice (“¿Haushavenhafen?”, imagino) y tomando al recién nacido de los pies, lo voltea en el aire y lo estampa contra el pico de una estufa.
Luego sale de la cabaña frotándose las manos.

Las benévolas es una obra de ficción.
Es decir, que para su composición, además de todos los documentos que pudiera recopilar, Littell ha tenido que valerse de su imaginación, de su capacidad evocativa, de su memoria y también de algunos elementos tradicionales.
De algo así como el inconsciente colectivo; o la memoria de la especie.
Porque yo este episodio del soldado que entra de repente en la habitación donde se encuentra un niño, lo toma de brazos de su madre, que lo esta amamantado, o de la mesa donde acaba de nacer —de la postura más indefensa, en resumen— y lo mata casi sin mediar palabra contra una pared o contra un mueble, lo he leído en muchísimos libros. Me lo he encontrado en cientos de relatos escritos a todo lo largo de la Historia.

Lo he leído ambientado en nuestra Guerra Civil, y aplicado a ambos bandos (“…llegaron las hordas rojas y, cogiendo al niño…”; “…irrumpieron los fascistas y el que los mandaba agarró al niño de los pies…”).
Lo he leído contra el fondo de la Primera Guerra Mundial, de la Revolución Rusa; aplicado a los sans culottes de la Revolución Francesa, a los familiares de la Inquisición española; y ni te cuento, amigo bloguero, en la Edad Media: ese parecía ser el método preferido en la represión de los cátaros, de los priscilianos, de los arrianos…
El viejo mito, en suma, del soldado que entra de pronto, furioso, en la habitación y mata al inocente niño de un brutal golpe.

Yo creo que el ser humano es bueno y noble por naturaleza.
Lo digo en serio.
Es verdad que hay mucho hijo de puta suelto, sobre todo mucho listo y mucho “espabilao”, pero creo que, por lo general, el ser humano está movido a la compasión y a la ternura con sus semejantes, al menos con los recién nacidos.
El asesinato de tal manera de un niño es algo que se sabe va a impactar sobremanera en quien lee o en quien escucha, que le va a hacer soltar una lágrima o apretar los puños de indignación. Aún digo más: el asesinato tan cruento de un niño, en algún momento de la Historia, ha hecho que se transforme en paradigma del terror, que los hombres, a manera de venganza, lo hayan convertido en inolvidable para siempre y en todas las latitudes.

Ahora bien:
¿se mato alguna vez a un niño así?
Yo, en mi humildad, durante mucho tiempo me dediqué a investigarlo, remontando el curso de la Historia.
Y he aquí que hace años descubrí un episodio, este sí documentado y con testigos ciertos (porque el mito siempre se ha sustentado sobre “alguien me contó”, “se dice que”, “uno lo vio”), que pudo dar origen a la leyenda.
Cuando mataron al emperador Calígula, sus asesinos (gente, por lo demás, sensata, pero enceguecida por la furia) entraron en la cámara imperial y, según coinciden muchos testimonios, tomaron a su pequeña hija de un pie y la empotraron contra una pared.
Aquello, es de imaginar, debió causar un horror inmenso en la gente de entonces, por ser la niña hija de un emperador, por ser quien mandaba a los soldados un tipo tenido por valiente y ecuánime, y por hallarse el ambiente en ebullición con las excentricidades y crueldades del césar.
Aquel crimen, transmitido de boca en boca, debió causar una impresión vivísima.
Un espanto hondo y perdurable.
Un horror eterno.