viernes, 25 de noviembre de 2011

"Don't know why" julia

Sentada frente al espejo en el cuarto del hotel Julia se reconoció entera.
Había pasado mucha agua bajo el puente pero había valido la pena.
Hoy, con 50 años recién cumplidos, se sabía mejor que nunca.
La semana pasada festejó sola la media centena, no porque no tuviese con quien compartirlos sino porque se le dio la gana.
Por la mañana llamó a la oficina y aviso que se tomaba el día libre.
Bajó a la cocina y se preparó su habitual café, sin el que no podía comenzar la jornada.
Se calentó en el horno unos minutos una medialuna de jamón y queso que había comprado en la panadería de la esquina la tarde anterior especialmente para la ocasión y se sentó sola en la cocina a degustar del día.
La cocina de Julia era pequeña pero acogedora decorada rústicamente con un estilo relajado y alejado de las modas.
Raúl ya había marchado al trabajo no sin antes darle un beso y decirle que estaba más linda que el día que la conoció hacía ya 30 primaveras.
No hubo regalo ni tarjeta, supuestamente porque no había encontrado aún nada que le convenciera para una fecha tan especial. No hubo enojos ni ofensas.
Así era Raúl y así lo quería.
Digamos que son los milagros del tiempo que hace que ya uno se tome las cosas con más calma y no espere peras del olmo.
El diario estaba abierto en las páginas económicas pero hoy Julia pasó de largo y se interesó solamente por el pronóstico del tiempo.
Saboreó cada migaja, cada sorbo, cada instante.
Saboreó el silencio y la soledad.
La madurez.
Se dejó llevar por la mañana y las ganas.
Se puso su jean favorito y una camisa suelta, se puso las botas de cuero marrones con taco que tanto le gustaban y se recogió el pelo en un moño desprolijo.
Agarró el paraguas y la gabardina y subió al Mazda6 como si fuese un carruaje.
La verdad es que las marcas en la piel le sentaban bien y ella lo sabía.
Le había llevado toda una vida saberse hermosa pero hoy lo sabía y sin soberbias ni groserías quería disfrutar de su nuevo descubrimiento.
Así que se fue de compras y entró a tiendas que siempre había visto desde lejos y se probó polleras y vestidos, descartó carteras y zapatos y accesorios y volvió a casa triunfante con dos jeans y dos camisas.
Es que uno no puede con su propio genio y Julia era al fin de cuentas lo que era. Como lo somos todos.
Esa tarde preparó su troll, puso algo de ropa y maquillaje y tal como lo había pensado escribió unas líneas a Raúl para que no se preocupase y tratase de tomarse la sorpresa con calma.
“Amor, no te hagas mala sangre con lo de mi regalo de cumpleaños que yo ya me encargué. Te llamo cuando llegue al hotel.
Me voy a Nueva York.
Tengo vuelo de regreso para dentro de 2 semanas.
Después te mando los datos para que si querés me pases a buscar al aeropuerto.
Te amo. Julia.”
Mandó un mail a la oficina avisando que en realidad el día libre se iba a extender a dos semanas, que había arreglado ya todo con sus clientes y que no llevaba el celular así que iban a tener que arreglarse sin ella.
Probablemente no les hiciera falta puesto que precavida como siempre había tomado las medidas necesarias y selló el mail con un “el cementerio está lleno de gente imprescindible y el Mundo sigue girando así que no hay de que preocuparse”.
Necesitaba tomar un poco de distancia, evaluar qué había hecho de su vida en estos años y sintió que irse a un lugar apartado de la civilización no iba con su carácter y que en realidad en lugar de hacerla sentir bien la iba a deprimir.
Nueva York se le antojo como el mejor destino para tal proyecto.
El viaje al aeropuerto lo hizo acompañada por el sonido de la lluvia sobre el techo del auto y una sonrisa fresca que le venía sola a la boca sin poder ni querer evitarlo. Tuvo un vuelo tranquilo, haciendo pasar el tiempo viendo una película tras otra pero sin terminar ninguna.
El hotel, el Park79, era un precioso hotel boutique en Manhattan bien ubicado y rodeado de buenos restaurantes, tiendas y museos.
Ya en su habitación Julia se quitó los zapatos y la ropa, sacó una lata de Coca del mini bar y se tiró en la cama.
Había tenido la precaución de pedir habitación para fumadores así que se prendió un cigarrillo y luego de un buen rato, tal como había prometido, llamó a Raúl.
Durante la primera semana se recorrió las calles neoyorquinas como una niña con un juguete nuevo, llena de emoción y encanto, dichosa de no tener nadie con quien coordinar tiempos y lugares ni a quien tomar en cuenta para cada decisión. Se hizo tiempo para pensar.
Pensar en los años que había dejado atrás, en las decisiones tomadas que la llevaron a ser la mujer que hoy era, con los defectos y las virtudes que siempre había llevado consigo.
En realidad la gente no cambia estaba convencida.
En el mejor de los casos madura.
Raúl había sido un gran compañero de ruta.
No siempre atento, no siempre exacto pero siempre suyo.
Fiel como un perro a las subidas y bajadas de su dueño.
Ella era consciente que vivir a su lado no siempre había sido fácil pero se sentía digna del hombre que tenía al lado.
Sabía que lo había hecho feliz a pesar de las dudas interminables y la necesidad de cambio constante que era el único componente estable en su vida.
Pensó hasta que no quedo nada sin repasar.
En los sueños no cumplidos y en los cumplidos, en los deseos que hubo que dejar de lado quien sabe por que miserias del destino, en la maternidad no siempre obvia, en los amigos que ya no estaban cerca y en todas las mujeres que hubiese querido haber sido y nunca fue.
En la condena del tiempo y del espacio y de las ganas de que alguien le dijese que cualquier camino distinto que hubiese tomado la habrían llevado a una vida menos gratificante.
Una vez quiso ser escritora.
También quiso ser artista pero la vida tiene esas cosas que uno no sabe definir muy bien que le llaman destino y que la llevaron a terminar siendo economista.
Le había ido muy bien en su carrera y le permitió muchos lujos pero siempre sintió que la pregunta al respecto de que hubiese sido si hubiese tomado otro camino quedó flotando en el aire.
Todavía hoy le quedaban varias respuestas pendientes que sabía iban a terminar con ella en su tumba. Hay cosas que solo Dios sabe; si es que tal cosa existe.
Le quedaba una semana de estadía en la gran manzana.
Realmente las tentaciones en esa ciudad eran infinitas y pecar era casi una necesidad.
Le venía bien el nombre que le habían dado.


Sentada frente al espejo en el cuarto del hotel Julia se reconoció entera.
Hermosa y más mujer que nunca.
La serenidad de aceptar era una conquista reciente y aprender a amarse un largo trayecto recorrido.
Ahora quedaba por ver qué misterios le tenía la vida preparada para las próximas décadas y estaba ansiosa por descubrirlo.
La tarde caía en Nueva York.
El cuarto estaba en tinieblas iluminado por la luz tenue de la lámpara de la mesita de luz.
Hacía frío pero Julia tenía la sangre tibia y en la habitación se estaba muy bien. Bajó al entrepiso donde estaba la dispensadora de hielo y volvió al cuarto.
Abrió un paquete de castañas de cajú y se sirvió tres dedos del Martini que había comprado en el supermercado esa mañana.
Prendió el televisor en un canal con música y Julia sintió esa fuerza mágica que hace mover el cuerpo no importa la edad que uno tenga.
Se paró sobre la cama y se puso a bailar.
Fue entonces, en ese preciso instante, que supo que nunca había sido tan joven y que todo, absolutamente todo, estaba aún por nacer.

martes, 1 de noviembre de 2011

“la iletrada”

La mujer que no soy de la que les quiero contar hoy nació en Montevideo a principio de los años cincuenta bajo el nombre de Adelia Suárez pero se la conocía como “La Ile”, abreviación de “la iletrada” aunque de iletrada no tenía nada.

Adelia fue durante su infancia, y lo siguió siendo más tarde durante su adolescencia y madurez, una persona muy popular y querida.
Era lo que se dice una persona con carisma y, como a toda persona carismática no faltaba tampoco quienes le tuvieran envidia.
Parlanchina y alegre, rápida de pensamientos y directa a la hora de expresar lo que sentía, te podía dejar con la boca abierta con sus respuestas filosas o pensando una semana en lo que te había dicho sin ser consciente apenas del efecto de sus palabras en los demás.
Los chicos se peleaban por jugar con ella y luego fueron los hombres los que la adoraron en silencio.
La Ile, dueña de una belleza pocas veces vista y una sencillez que la hacían aún más hermosa, fue el motivo de varias rupturas amorosas sin percatarse nunca ni proponérselo siquiera.

Los comienzos de su apodo tienen origen en la escuela primaria cuando osada y caprichosa se negó a participar de la más básica actividad de aprendizaje conocida nunca y aquella que nadie pone en tela de juicio ni siquiera hoy en día: la escritura.
Adelia se negó a escribir.
Sin poder comprender los motivos de tal extravagancia y preocupados por el futuro de la niña, la llevaron sus progenitores a toda clase de médicos y galenos que le realizaron un sinfín de análisis de toda clase.
Los intentos desesperados de sus padres abarcaron desde llevarla a curanderas, curas, rabinos, hechiceros, adivinadores, y jorguines hasta el ofrecerle regalos descomunales.
Pintaron y forraron las paredes de su cuarto con papel blanco para que escribiera lo que se le viniera en gana, mandaron pintar las letras del abecedario en el techo y le mandaron traer de Europa los mejores y más exquisitos lápices habidos y por haber.
Cuando vieron que nada de esto daba resultado, la llevaron a España a que fuese tratada por uno de los mejores especialistas en tratamientos hipnóticos de la época, Alfonso Caycero, pero tampoco él pudo corregir este comportamiento de conducta tan inadecuado.
Dicen que no se puede hipnotizar a quien no quiere y tal vez este haya sido el caso. Lo único que pudieron concluir por unanimidad fue que la niña no sufría de ningún tipo de lesión cerebral ni motriz y que su desarrollo y capacidad intelectual y cognitiva estaban muy por encima de la norma.

En definitiva, sus padres tuvieron que hacerse a la idea de que mientras Adelita no quisiera escribir simplemente no iba a hacerlo.
Esta carencia parecía causarle pocos dolores de cabeza a la niña que no daba cuenta de la desesperación que causaba y no hacía el menor intento por escribir siquiera su propio nombre en un papel.

Pero leer ya era otra cosa. Libro que veía, libro que leía. Se acordaba de memoria de nombres y fechas de cada trozo de historia que llegara a sus manos y era una enciclopedia abierta en conocimientos generales.
Como Adelia venía de una familia muy influyente en la ciudad pudo seguir estudiando y consiguieron sus padres que no la expulsaran de las aulas, así que con el tiempo tanto los maestros y más tarde los profesores se fueron acostumbrando y adaptándose para tomarle los exámenes de forma oral y en horarios convenientes para ambas partes.
Por lo demás, la adoraban.
Decían que tomarle exámenes a la Ile era un placer y que siempre terminaban siendo ellos los que aprendían algo nuevo.
En más de una ocasión terminaban hablando de temas que no tenían relación alguna con la prueba en sí y perdiendo totalmente la noción del tiempo dejándose llevar por la magia de tan exquisitos y vastos conocimientos que dejaban atónito al más apático de los seres.

Adelia terminó el secundario con distinciones y para ese entonces fue cuando un poco en broma y otro poco en serio empezó a ser conocida como “La Ile”.
Una vez en la Universidad realizó estudios superiores en Filosofía y Letras y se dedicó a la enseñanza y la investigación por igual.
Fue reconocida con varios galardones por su labor intelectual y su aporte al mundo de las ciencias humanas. Sin embargo y, como es de suponer, nunca publicó ningún libro y todo lo que existe hoy en día de sus investigaciones son producto de apuntes y notas de sus alumnos o recopilaciones de discursos y conferencias que brindaba.

Alrededor de “la Ile” surgieron varias historias más o menos interesantes acerca de los motivos por los que no quería escribir.
Aunque a esas alturas ya nadie tenía claro si era que no quería o que no podía y ella jamás se molestó en dar explicaciones ni deshacer las intrigas que se crearon alrededor de su nombre.
Hubo quienes aseguraron que no escribía porque le habían roto el corazón de pena, enfermedades extrañas que atacaron su capacidad de dibujar las letras, otros decían que le habían echado una maldición, fantasmas que la perseguían, mal de ojo, promesas que le realizó a alguien y creencias extrañas en dioses inexistentes. Otros la acusaron de arrogante, de tener muy fea letra y toda sarta de barbaridades por el estilo.
No faltaron los que aprovecharon la oportunidad y se basaron en estas habladurías populares para escribir y publicar cuentos de gran capacidad imaginativa que causaron furor entre la gente y hacer así muy buena fortuna.
La Ile por su parte no tenía ninguna intensión en perder tiempo explicando y se dedicaba por completo a lo que más le gustaba hacer que era estudiar.
Nunca le entregó su amor más que a la vida, no formó un hogar, no se casó ni tuvo hijos.
Así llegó a hacerse conocer como una mujer distinta, valiente, interesante y por demás enigmática.
Tuvo pocas amigas cercanas y hasta a ellas les cambiaba de tema cuando le preguntaban algo, por mínimo que fuera, acerca de su negación a escribir.

El mismo día que la Ile cumplió 45 le diagnosticaron un cáncer galopante y le informaron que le quedaban entre 5 meses y un año de vida como mucho.
Llamó a quien había sido su mejor amiga por los últimos 20 años y le pidió que viniera a su casa.
Esta amiga resulté ser yo.

- ‘Decime una cosa Adelia, hay algo que siempre te quise preguntar y nunca me animé’, le dije temerosa de su reacción.
- ‘Que porqué nunca escribí’, se adelantó Adelia, ‘es lo que todos quieren saber’.
- ‘Exacto’.
- ‘¿Que importancia tiene?’
- ‘Curiosidad. No me vas a decir que no es extraño’, intenté convencerla.
- ‘Nunca tuve necesidad. Dije lo que tuve que decir en el momento que lo sentí necesario.
Escribir es como intentar ganarle a la muerte, tratar de estar presente cuando no lo estamos o dejar para cuando no estemos presentes parte de nosotros mismos.
Yo estoy presente en cuerpo y alma en cada momento de mi vida. Con eso me es suficiente.’
- ‘¿Y cuando ya no estés? ¿No querés dejar algo de vos misma?’
- ‘No’, me respondió segura de sí misma como siempre.
- ‘Muchos hubiesen querido poder leerte cuando ya no estés.’
- ‘Es problema de ellos, no el mío. Nunca sentí necesidad de hacerme cargo de los problemas ajenos.’
- ‘Pero la muerte...el aceptar que ya no vamos a estar....
¿es bastante injusto no?’
- ‘¿Y nacer?
Tampoco nadie te pregunta si querés nacer y nunca escuché a nadie decir que nacer sea una injusticia.
Supongo que habrá quienes lo sientan así y habrán decidido hacer justicia por sus propios medios porque nunca llegaron a contármelo.
Yo no juego a ser Dios.
Vine al mundo a vivir en este pequeño espacio de tiempo que me tocó vivir.
Cuando me haya ido no existirá el mundo para mí.
No me hará falta estar presente. Escribir hubiese sido para mí intentar ser inmortal, lo que por cierto no me llama la atención en lo más mínimo.’
- ‘¿Así tan simple?’, le pregunté incrédula una vez más.
- ‘Así tan simple y tan complejo.
Si yo hubiese escrito no hubiese sido “La Ile”, hubiese sido Adelia.
Uno es lo que es también por derecho a no ser lo que no es.’

Con esto dio por terminada la conversación sobre el tema y se fue a la cocina a traer un plato con galletitas dulces que ella sabía eran mi perdición.

A los siete meses Adelia, mi mejor amiga, falleció en silencio y con la misma sonrisa que la acompañó durante toda su vida.
Y como yo le temo a la mortalidad me tomé el atrevimiento de contar el cuento. Quizás como una forma de dejarla un poquito más cerca de mí, como jugar a ser dios como ella me dijo tan sabiamente.

Pero hay algo más que quiero contar.
Después que La Ile murió fui a su casa y empecé a buscar algo que me quede de recuerdo.
Entré en su cuarto y allí encontré debajo de su almohada un diario íntimo envuelto en papel de seda.
Ansiosa por descubrir algo nuevo y segura de que debía haber algo escrito, lo abrí. Me temblaban las manos y me comía la ansiedad por dentro.
En la primera hoja decía “Para Adelita con mucho amor, de tus padres, Feliz cumpleaños, 11 de Diciembre de 1958”.
Concluí que seguramente se trataba de uno de los regalos que le ofrecieron en esos intentos por llevarla a escribir.
Adjunto había un lápiz gastado que poco si le quedaban unos cinco centímetros de largo, cosa que no me explico puesto que allí no había más que lo que paso a contar.
Pasé y repasé una por una cada hoja de ese diario.
Miré a trasluz para intentar descubrir su secreto pero lo único que encontré fueron recortes desprolijos de letras de colores pegadas de manera suelta y discontinua que no parecían tener ningún sentido.
Tras una semana de juntar y desjuntar letras, de romperme la cabeza por encontrar algo más llegue a armar una frase de la que me consta no es ella la autora:
"La existencia precede a la esencia".

No sabré nunca si junté las letras en el sentido correcto ni tampoco si existió o existe un sentido en las mismas.
Tal vez yo fui una más de los que quisieron ver algo donde no lo hay.
Y si es así, que Dios me perdone. Y Sartre también.