miércoles, 11 de abril de 2012

el jugador

Este es el relato premiado.
Espero que os guste, aunque el estilo es muy diferente.
También espero que no os resulte demasiado largo.
Muchas gracias por vuestro interés

Yo ya sé que resulto desagradable y que, cuando entro en un casino, los rostros se vuelven, ceñudos, hacia mí.
Todos los que son alguien en este mundillo, hasta los croupiers, me conocen y no se molestan en disimular su tirria.
Incluso he visto a alguno que, al pasar yo a su lado, escupía despectivamente por un lado de la boca. Sin embargo, no me pueden impedir la entrada.
Ya quisieran, pero en ninguna regla, ningún estatuto, ninguna base se dice nada contra mi forma de jugar.

Cruzo, pues, la sala entre la mirada punzante de los jugadores y me siento a la mesa más poblada de texas hold´em.
La mayoría, entonces, aunque vayan ganando, recoge sus fichas, se levanta de la silla y se traslada a otra mesa.
“Se acabó la diversión”, mascullan entre dientes.
Pero algunos, los pocos que aún no me conocen, o los que, pese a todo, confían en derrotarme, se quedan.
Reconstruyen sus montones de fichas y, pasándose una entre los nudillos, como corresponde a jugadores experimentados, aguardan expectantes a que el croupier reparta.

Yo coloco mis dos manos, abiertas y hacia abajo, sobre el tapete, y con indiferencia aguardo a que caigan las dos cartas antes mí. No las miro.
Nunca las he mirado.
Eso es lo que pone nerviosos a mis contrincantes: mientras ellos agarran los naipes y echan una mirada rápida, casi furtiva, con el mayor sigilo, a la suerte que les ha tocado, yo ni siquiera toco mis cartas.
Les miro a ellos.
Observo sus reacciones, escruto sus gestos, analizo el brillo de decepción en sus ojos o sus ímprobos esfuerzos por permanecer tranquilos y disimular.
Es más, ni siquiera contemplo cómo se desarrolla la jugada, cómo el croupier va disponiendo sobre el tapete el resto de los naipes.

Solo miro a los otros, a los de enfrente.

Y aun escondidos tras gorras y gafas de sol, aun abrazados a las caderas de una señorita, aun borrachos y caóticos, e incluso a los profesionales del hieratismo, les adivino su jugada.
Quiero decir: sé si están convencidos de ganar, en cuyo caso me retiro de la mano con una sonrisa; o sé si albergan dudas, si piensan que van a perder, y en tal caso, sin dejar de mirar a mi oponente, doy dos golpes en la mesa.
“Veo”, y sostengo la apuesta.
A veces empujan con las dos manos su montón hacia el centro del tapete.
“Mi resto”, dicen.
Pero yo no dudo ni un momento ante el farol.
Asiento con la cabeza, cuento con calma las fichas del órdago y en montones rectos y estables las deposito con cuidado junto a la montonera de fichas del centro. Descubre entonces el otro sus dos cartas y yo hago lo propio con las mías, pero ni aún así las miro.
Nunca las miro.
Nunca he sabido cuál es mi jugada.
Me limito a seguir con la vista fija en mi contrincante y escucho entonces el “¡oh!” de admiración de quienes se han ido juntando en torno de la mesa, mientras, invariablemente, el croupier reúne las fichas y las empuja hacia mi dirección.

A lo largo de estos años, he visto todo tipo de reacciones en el de enfrente.
Desde arrojar la gorra o las gafas, airado, sobre el tapete, a extenderme la mano con una sonrisa.
Los borrachos suelen balbucir un “enhorabuena”, y los que jugaban abrazados a las caderas de una señorita me guiñan un ojo, en reconocimiento de mi triunfo. Los profesionales suelen tomar peor su derrota.
Mientras ordeno mis montones de fichas, alguno se acerca para decirme que esa no es manera de jugar.
“El póker no es un juego de azar, tío.
Cómprate un décimo de lotería, o cuélgate de la palanca de una tragaperras, pero aquí no vengas a joder.
El póker es un deporte de paciencia, inteligencia, cálculo, memoria…”.
Yo les escucho mientras reconstruyo mis montones.
En silencio.
Sin hacer apenas un gesto.
“Algún día se te acabará la suerte”, es costumbre que concluyan, mientras me señalan amenazadoramente con el dedo.

Ha comenzado una nueva partida.

—Veo —y vuelvo a empujar un montón hacia delante, mis dos cartas frente a mí, siempre boca abajo, sin que haya puesto siquiera un dedo sobre ellas.
La vista fija en el contrario.

—¿Dónde aprendiste a jugar así?
—me preguntó cierto día un compañero de mesa, un joven vestido de traje, con el cabello cuidadosamente peinado, los zapatos lustrosos, reloj de esfera dorado, un joven novato al que acababa de desplumar.
No preguntaba con ánimo insidioso; la suya era pura curiosidad.

Me resultaría difícil explicarlo, en caso que quisiera.
Largo y difícil sería hablarle de aquellos años en que andaba con la pandilla, chavales del barrio que no teníamos el menor interés en estudiar.
Nuestros padres tampoco parecían preocuparse por el asunto y nosotros, chicos fogosos, matábamos el tiempo merodeando por la estación de autobuses, un sitio lleno de oportunidades para el que tiene un poco de vista: aglomeraciones, escaleras, ascensores, bolsos descuidados sobre los respaldos, maletas que se abandonan un momento para hacer una llamada, móviles que se dejan sobre el mostrador para buscar el billete….

De todo ello podía uno escabullirse cargado de relojes, tarjetas, carteras.

Yo, sin embargo, prefería aguardar agazapado entre las columnas de la estación.
Los autobuses se detenían con un bufido neumático, abrían las puertas y los pasajeros comenzaban a descender en compacto tropel.
Tenía que surgir alguna buena oportunidad. Tenía que surgir.
Uno de mis compañeros, agazapado él también tras una columna, había abandonado ya su refugio y se colaba entre los viajeros.
Estos, en vocinglero tumulto, bajaban sus pertenencias del maletero y las dejaban en el andén, para agacharse a por más.
Yo veía la cabeza de mi compañero entre la masa de la gente y, de pronto un grito, una voz ronca que suelta una imprecación, una pequeña ebullición en el centro de la muchedumbre.
Ruido de carreras, gritos de “¡eh, al ladrón!” que retumban por los pasillos.
Todo el mundo, alarmado por el incidente, entre asustado y curioso, gira la cabeza en la dirección de las voces.
Todo el mundo queda en suspenso durante varios segundos, momento en que yo aprovecho para salir de detrás de mi columna y dirigirme, aparentando también perplejidad, al montón de sus pertenencias…

—¿Dónde aprendiste a jugar así? —insiste el joven de los zapatos lustrosos y el reloj dorado.

Me resultaría difícil explicarle, aunque quisiera, la satisfacción con la que entraba en el bar, el bolsillo lleno de billetes. Algunos habían sido directamente trasegados desde las carteras; otros los había obtenido después de una venta rápida en el lugar de costumbre, un estanco a cuya trasera una señora gorda y vestida de negro “recepcionaba el material”; así se dice, al menos, en la jerga de la policía. Entraba en el bar y allí al fondo, detrás de una cortina, mi padre y otros tres expelían humo en abundancia, en torno a una mesa redonda.
Descorría la cortina y mi padre me saludaba con una voz extemporánea:
“Hola, hijo”, por ejemplo.
A veces “hola, chaval”. Y luego me decía:
“Siéntate a mi lado, que me traes suerte”.
A veces me alborotaba el cabello por la parte de la nuca, en señal de bienvenida.

No era mal tipo mi padre.
Yo, con el mayor disimulo, le deslizaba en el bolsillo los billetes que acababa de conseguir.
Mi padre procuraba poner cara indiferente mientras “recepcionaba el material” Sin embargo, nunca era tan hábil como para que los de enfrente dejaran de percibir sus movimientos.
A veces ligaba una buena jugada, y desplegaba entonces sus naipes sobre la mesa, con expresión triunfante, pero apenas conseguía arrebañar unos cuantos billetes del bote.
En las jugadas reñidas, cuando el ambiente se espesaba, mi padre luchaba por parecer desinteresado, despistado incluso, y miraba su jugada de continuo, como si de puro mala se le hubiese olvidado.
Yo advertía entonces el brillo fiero en los ojos del de enfrente, la sonrisa de delectación, en ocasiones tan clara que le tiraba a mi padre de la manga. “Déjame, joder”, se sacudía él; y me decía luego por lo bajo: “Nunca vuelvas a hacer eso, sé lo que me hago”, y tiraba las cartas sobre la mesa, con arrogancia.
“Full”, decía, por ejemplo, y se frotaba las manos.
Pero cuando iba a recoger los billetes, una mano le atenazaba la muñeca y una risotada retumbaba en el local.
“¿Dónde vas, pardillo?”.

Cierta vez (pero yo sabía que iba a ocurrir) se lo dejó todo en la última jugada, mientras su contrario simulaba estar demasiado entretenido en la contemplación de sus uñas.
Todo significaba el coche, significaba el piso, significaba incluso el único traje que tenía para ir a trabajar.
“Muéstralas tú primero”, dijo el de enfrente, con una sonrisa irónica e infinitamente cruel.
Porque sabía —él y yo sabíamos— que iba a ganar.

El chaval del traje y el reloj de oro al que acabo de desplumar espera una respuesta.
Yo me encojo de hombros y sigo el curso de la jugada en la que estoy inmerso.

Aquella noche, la que lo perdió todo, volvíamos a casa en silencio.
Al ir a cruzar una calle, tropecé y no sabría decir cómo se me desprendió una suela del zapato.
Mi padre se agachó a recogerla con un bufido y se levantó con una furia desconocida.
Me empujó hacia delante, “imbécil, a ver si miras por dónde andas” y me acorraló contra una pared.
“Ahora va a haber que comprarte unos zapatos, subnormal”, y me dio la vuelta a manotazos, me agarró del cuello y armó un puño frente a mi cara.
Un puño que temblaba, como a punto de ser descargado sobre mí.
“Subnormal”, no paraba de decirme.

Pero yo le miraba a los ojos y, aunque amedrentado yo y enfurecido él, alcancé a discernir que, pese a todo, nunca descargaría el puño sobre mí.

No era mal tipo mi padre. Pero no sabía ir de farol.

Es por eso —sería largo de explicar al joven arruinado— que yo no miro mis cartas. Nunca miro mis cartas.
Sólo miro a los ojos del contrario y sé si puede ganársele, en cuyo caso cubro las apuestas, o si están convencidos de su victoria y vienen a destrozarme.
En ese caso, con la sonrisa más humilde y más sumisa que puedo desplegar, me retiro.

Todo depende de un brillo de los ojos, o de un leve rictus de los labios.
No es difícil de identificar.