viernes, 7 de octubre de 2011

sentada en su terraza mirando

Isabel puede pasarse horas sentada en su terraza mirando a la gente pasar.
Ella dice que no se aburre.
Todos los días a las cuatro de la tarde se levanta de su siesta, se prepara un té y se sienta en la misma silla, ubicada en la zona más sur de su casa.

El primer y el tercer domingo de cada mes la familia viene de visita y su hogar se llena de ruidos de nietos y alegría.
Pero aún en estas ocasiones, a las cuatro de la tarde, pide disculpas y se retira a su terraza.
Hace ya años que se acostumbró a su rutina.
“Si mis hijos tienen tantas obligaciones que no pueden cambiar, pues yo también tengo las mías y no las pienso mover”, se confiesa a sí misma.

La idea de establecer los encuentros el primer y el tercer domingo de cada mes se debe, según ellos, a una cuestión puramente logística.
Hubo que explicarla a Isabel qué significaba la logística, puesto que no cuenta con registro alguno de dicho término entre lo que son para ella las habituales profesiones de su época.
Finalmente y luego de largas explicaciones, comprendió que dicho vocablo significa que con el fin de poder cumplir con todas las obligaciones habidas y por haber resulta más conveniente marcar de antemano los términos del contrato familiar y las visitas mínimas necesarias a fin de mantener las relaciones de una manera cómoda. Después de varios intentos frustrados de convencerlos a venir también sin más aviso que unas horas previas para que ella pudiese retocarse el peinado y comprar algunas galletitas y no recibirlos con las manos vacías, decidió ceder.
Qué no hace una madre por sus hijos y más aún por sus nietos.
Pero nunca le gustó la idea de tener que ser parte de las actividades agendadas de sus hijos.
Así que en parte por amor y en parte para devolverles el favor, a las cuatro de la tarde, sin fallas ni pretextos, aún en medio de un almuerzo familiar, una gripe o bajo un rayo, Isabel acude a su cita obligada sin descuido.

La terraza de Isabel es pequeña.
Su piso ornamentado con azulejos de cerámica azul, verde y blanco y un decorado estilo árabe ya está gastado y algunas baldosas rotas.
En la baranda aún se pueden ver restos de pintura que un día supo ser de color verde oscuro y que pide a gritos un retoque.
El óxido amenaza con terminar de cortar los bordes pero nadie más que ellos mismos parecen percatarse.
No hay allí más que una pequeña mesita con base de acero y tablero de vidrio, que conoció mejores épocas y dos sillas haciendo juego sin pintar.
Desde la calle se puede ver la terraza de Isabel con sus elegantes plantas colgantes ofreciendo sus enormes hojas verdes.
En ella abundan los helechos, las mala madre, amor de hombre y bacopas cubiertas con sus pequeñas y tiernas flores blancas.
En una época el amor de hombre se enfermó y no dio hojas, pero con los cuidados intensivos y las bondades de las manos de su dueña fue recuperando de a poco la energía y vitalidad y volvió a dar follaje casi por milagro.
Es que con amor, constancia y paciencia pocas son las cosas que uno no puede mejorar.
Isabel sabe con exactitud cuánta agua necesita cada una de ellas y cuándo están por enfermarse, sabe de sus antojos y sus pretensiones, de sus cortezas y de sus esencias y hasta cuál es su música predilecta para cada ocasión.
Durante las mañanas escuchan la radio con ella y por las tardes se deleitan con Wagner y Tchaikovski.
Son sus amigas y sus confesoras, las más etéreas extremidades de su alma.
Se entienden.
En la esquina del balcón hay un viejo gomero de tres metros de largo que ya ha sido curvado por su propio peso.
Una vez cada dos semanas Isabel limpia una por una las hojas del gomero con trozos de algodón embebido en agua fresca y en cada limpieza se le va un paquete entero y varias horas de arduo trabajo.
Hasta arriba no llega.
Pero Isabel no está sola con las plantas y el gomero.
Además está Manuelita, su gata siamés que se quedo ciega de tanto mirar por el balcón.
Así que como Manuelita no puede ver, ella le cuenta todo lo que ocurre abajo con lujo de detalles.
Hace siete años que están juntas.
La fecha exacta de nacimiento de Manuelita no se sabe.
En realidad no tiene trascendencia puesto que, como toda buena hembra, es de suponer que luego de ver salir sus primeras canas hubiese decidido sacarse algunos años de encima y el número siete es un buen número para una gata.
Manuelita es coqueta y juguetona y en sus mejores épocas se paseaba sugestivamente por las barandas del balcón.
Cuando este aún era de color verde oscuro.
El ronroneo de su cuerpo es el mejor calmante cuando Isabel se siente tensa y le late fuerte el corazón.
Entonces no tiene más que recostarse y Manuelita entiende.
Se sube a su regazo y acaricia el mismo con las piernas brindandole un suave masaje mientras acompaña el movimiento con un delicado y profundo ronroneo.
A los pocos minutos ya Isabel se siente como nueva y le devuelve el favor con un largo cepillado en el pelaje.

Hoy es tercer domingo del mes de Octubre y ya se siente el calorcito en el aire.
La familia debe de estar por llegar en cualquier momento.
Los olores impregnan la casa desde ayer por la tarde, momento en que Isabel comenzó con los preparativos.
Por la mañana fue a la feria y compró todo lo necesario para preparar sopa de cebolla a la crema, ravioles de ricota con salsa blanca y latarta de manzana que es su especialidad.
Si bien la cocina la deja exhausta, no hay forma de convencerla de que ellos vienen a verla a ella y que no hace falta que los reciba siempre con un almuerzo de película.
Ella insiste que así la educaron, así creció y así también quiere morir y que mientras le den las fuerzas no quiere tampoco que nadie traiga nada a su mesa. “Para mí es un placer verlos comer la comida que yo preparo”, contesta orgullosa ante los reclamos y pedidos de abstención de sus hijos, “estoy segura que mis nietos disfrutan de lo que les preparo y ese es para mí el mejor regalo que Dios me puede dar”.
Es que en realidad no hay nadie en el mundo capaz de preparar los platos de la abuela mejor que ella, no solo por el sabor sino también por los colores y los olores que de ellos emanan.
Hoy como siempre se encargó de poner impecablemente el mantel blanco de seda, un centro de mesa cargado de flores frescas, la loza de porcelana de hace 50 años que nadie se explica cómo consigue conservar intacta, los pesados cubiertos de plata, las copas de cristal que recibió de regalo para su quinto aniversario de casada tras suplicarle a Pedro que las comprara en la tienda del gallego Hermenegildo que estiró la pata una noche de lujuria con una mujer que no era la suya, la jarra gruesa de vidrio con agua mineral y la infaltable botella con soda para ella.
En el fondo de la mesa colgado sobre la pared en posición horizontal se halla un enorme espejo que tiene el efecto no solamente de agrandar el ambiente sino que también tiene la capacidad de potenciar los ruidos del salón.
El marco del espejo es de madera rústica y está trabajado a mano meticulosamente con exquisitos relieves y cubierto con laca color bronce. Isabel siempre se sienta espaldas a él porque sabe que si lo tiene en frente no podrá controlarse de la intensión continua de observarse y eso la vuelve torpe y le molesta.
Prefiere ver como su nuera queda atrapada cual Narciso en su propia imagen y al mantenerse ocupada en su reflejo se olvida de hacer esa clase de comentarios que la vuelven loca, como el último vestido que se compró en su último viaje a América, como ella suele decir olvidándose por completo que el país donde reside queda en este mismo continente, sólo que en la dirección contraria a la que hubiese deseado.
Isabel es orgullosa y nunca deja que la ayuden con nada.
A la única que la deja asistir en las nimiedades de los preparativos es a Beatríz, su nieta mayor que acaba de cumplir los doce.
Guarda la esperanza de que aprenda a atender bien una casa y pueda hacer uso de esos conocimientos cuando le haga falta.
Porque según la abuela una mujer debe saber atender a su marido y ocuparse de que nunca falte nada aún cuando quiera hacer carrera, que la casa es el reino y la carrera un espejismo según ella.
Y Beatríz no contesta. No niega ni acepta, sonríe porque quiere a la abuela y a su lado se siente en buenas manos.
Sabe ella a pesar de su corta edad que para éstas cosas no hay una respuesta única y que todavía no hay necesidad de decidir.
Así que se limita a disfrutar y aprender y tratar de aprehender cada gesto, cada detalle.
Si le preguntan a Bea como quien quiere ser cuando sea grande responde sin dudar que como la abuela Isa pero no sabe decir bien porqué.
Lo que Beatríz no sabe es que lo que quisiera tener es su seguridad y esa mezcla exacta de rudeza y ternura que hacen imposible que te enojes con ella.
Beatríz es en cambio tímida y se siente débil.
Pero la abuela sabe que el tiempo hace milagros porque también en su juventud supo ser frágil y llorona.
“Es que al final una se queda sin lagrimas”, le explica cuando Bea le pregunta "abui, como llegaste a ser así tan fuerte?".
"Una llora tanto tanto tanto que se queda seca por un tiempo.
Hasta la próxima lluvia que te moja el pelo y esas gotas que te tocan se hacen lágrimas nuevas.
Y con el tiempo el corazón se cura un poquito y otro y otro y cuando ya no necesitas más de esas lagrimas se las pasas a alguien para que las use", le contesta Isabel.

Antes Beatríz se quedaba a dormir en lo de la abuela y se leían cuentos. Se quedaban despiertas hasta altas horas de la noche hasta que caían las dos profundamente dormidas en la misma cama.
Pero cuando Bea cumplió los diez,
Isabel tuvo serios problemas de espalda y ya no la dejaron venir más.
"Para no cargar a la abuela", le decían, pero ninguna de las dos se quedó muy a gusto con la excusa.
De todas formas encontraban siempre la manera de escabullirse a solas y mantener sus tan gustosas conversaciones de adultas, en las que la abuela le contaba sus secretos y Bea absorbía cada dato como un manjar del cielo.

En unos instantes llegarían todos y comerían en media hora lo que Isabel había preparado durante un día entero.
Luego servirá la torta de manzana y ofrecerá café para todos.
Para ella se preparará un té porque según dice el café le cae mal. Sin embargo cuando le ataca el dolor de cabeza es lo único que se lo quita, un poco de cafeína como remedio que nadie más parece conocer pero tampoco le discuten.
Eso si, el té con cuatro cucharaditas de azúcar para que le endulce la vida un poco más. Nunca hay nada demasiado dulce asegura.
Es por esa misma razón que las tartas y los postres de la abuela son los favoritos de los chicos puesto que siempre agrega el doble de endulzante a lo establecido en las recetas.
Y como siempre, lo mejor quedará para el final.
Para las cuatro de la tarde, cuando ya todos estén tirados en el sillón con la barriga llena y el corazón contento y los más pequeños estén corriendo por los cuartos con los juguetes nuevos que la abuela les compra cada reunión.
Es entonces que Isabel acudirá a su cita pero esta vez acompañada por su nieta.
Beatríz estrenará un vestido nuevo de color pastel como es su costumbre y se sentará en una silla a la sombra del gomero. Isabel arrimará su té a la mesa y Manuelita se ubicará entre sus piernas esperando que le cuente lo que pasa alrededor, ronroneando sin molestar a las visitas.
Y así estarán horas, en silencio o charlando de mujer a mujer.
O simplemente, mirando a la gente pasar.