EL SILENCIO DUERME
-Mamá, llámame para lo que sea, ¿vale?
-Mamá, pon la alarma. No se te olvide.
-No os preocupéis, hijos.
Marcharos ya, los niños llevan todo el día sin vosotros.
escuchó cerrar la puerta y suspiró tranquila.
Estaba demasiado mareada para estar con gente, necesitaba estar sola y en silencio.
Los últimos días habían sido largos y angustiosos; todos estaban cansados, necesitaban recuperar sus vidas y aprender a caminar… sola.
Cerró la puerta con llave, dio la alarma, gestos cotidianos, nada novedosos aunque sí el ruido de sus pasos por el pasillo.
Entró en el baño y lo primero que hizo fue mirarse al espejo.
No conocía a la mujer que allí veía. Demacrada, pálida, ojerosa, los ojos sin vida y unos surcos en la frente y en la comisura de los labios, profundos.
Pensó que debía ser ella, lo que pasaba es que hacía mucho tiempo que no se miraba.
Había vivido mecánicamente, entregada a Ramón que se había olvidado de ella misma.
Se lavó la cara con agua fresca, se puso el camisón colgado detrás de la puerta y apagó la luz.
Fue a dirigirse hacia su dormitorio, pero a medio camino cambió de opinión y se fue a la habitación de Álvaro.
Siempre la había parecido una estancia luminosa, alegre y decorada con buen gusto.
No cambió de ella ni un ápice a pesar de que ya Álvaro no viviera allí.
Se acostó; las sábanas estaban frías y lo agradeció.
No cerró los ojos, no podía dormir.
Estaba tan agotada que el propio cansancio la mantenía en alerta.
Escuchó los ruidos de la casa, vio las sombras de las luces de otras ventanas hasta que en una hora imprecisa se durmió.
Le despertó el sonido del teléfono; no sabía ni dónde estaba, no reconocía nada.
Se levantó despacio y justo cuando alcanzó el teléfono, éste dejó de sonar, hecho que la molestó sobremanera, pero pronto cambió de sensaciones.
El día estaba lluvioso, muy gris como a ella le gustaban; le recordaba mucho a su Galicia natal y no comprendía que a la gente ese tipo de días les molestara…
“Eran tan hermosos y decadentes”, pensó mientras el teléfono volvía a sonar.
-Diga…
-Mamá, soy Paula.
-Buenos días, hija ¿Qué hora es?
-Las doce, mamá. Me tenías preocupada, te he llamado varias veces.
¿A qué hora te paso a buscar para ir a votar?
-¿Qué día es hoy?
-Domingo, mamá y hay que ir a votar a Ignacio.
Cuando colgó recordaba todo. No la apetecía salir, ni ver a nadie, ni siquiera votar y menos encontrar a conocidos y aguantar condolencias.
Pero ella era educada, dócil, amante de sus hijos, de la familia, no les podía dar esquinazo.
Abrió el armario, sacó una camisa blanca, un pantalón negro y, del joyero, el collar de perlas.
Pronto estuvo preparada y con ganas de huir de aquella casa.
De repente todo la recordaba a Ramón y no podía aguantar tanta memoria, tantos años, tanto de todo…
Lo más desagradable no fue tener que ir a votar sino que las casualidades son a veces escabrosas.
No había mirado hacia ninguna parte, Paula la llevaba casi en vuelo, hasta le dio los sobres preparados.
Lo triste es que cuando les llegó la vez, una voz demasiado conocida, le pidió el DNI.
Sintió como si el tiempo se parara y retrocediera diez años atrás.
La voz volvió a repetir la solicitud. Carmen, abrió el bolso y sacó el DNI.
Antes de entregarlo miró la fecha de nacimiento y mentalmente calculó los años que tenía.
Cincuenta y cuatro, cifra que repitió mentalmente varias veces y se dijo”Carmen qué joven eres y cuánto de sí se ha dado la vida… Claro, recuerda que te casaste con dieciocho ¡Qué barbaridad! Si eras una cría y Ramón,
¿cuántos años te llevaba? Quince, y treinta y seis años de casados… ¡Qué horror, cuántos!...
Y cuatro hijos, Carmen. Ignacio, Álvaro, Teresa y Paula…
-Mamá, entrega el DNI
-Ay, sí, perdón, y ahí es cuando Carmen levantó la vista y clavó los ojos en aquella mujer que estiraba la mano.
Vio la sortija de brillantes, aquella que Carmen pensó que era un regalo sorpresa para ella y sin embargo…
Marisa se conservaba bien, es más, y eso le dolió más que reconocer que esa mujer estaba estupenda, es que cuando la miró sin decir palabra pero diciendo todo, vio que no había dolor en aquella mujer, ni rastro de insomnio, ni ojos inflamados de llanto ¡Qué va! Estaba tan fresca.
Paula no sabía nada de aquella mujer, bueno, no sabía nada de su padre.
Para sus hijos, Ramón fue el padre perfecto… Y así seguiría, pensó Carmen.
Remover la mierda nunca fue lo suyo… Pero realmente, ¿qué era lo suyo? Carmen movió la cabeza.
Ella no fue nadie para sí misma, sin embargo para los demás fue una mujer dulce, enamorada, disciplinada, excelente ama de casa… Pero,
¿acaso eso le importaba? Pues no. Hizo lo que se esperaba de ella, nada más.
Paula tendió dos sobres a su madre: uno sepia y otro blanco. Carmen fue a cogerlos cuando se preguntó por qué estaba votando al PSOE…
“¿Acaso, Carmen comulgas con las ideas de ese partido? Pues no… Entonces ¿para qué les votas? Ignacio es el tercero en la lista para diputado… Vale, vótalo y a las Cortes generales vota a quién te dé la gana…”
-Perdón, perdón, es que me acabo de dar cuenta que no he metido bien las papeletas- no dio tiempo a más, Carmen salio huyendo ante la cara atónita de su hija Paula y la sonrisa gélida de Marisa.
Carmen, refugiada entre unas cortinas, trataba de pensar… “Vota a PU, por un mundo más justo. No sé quienes son, pero su nombre me gusta…”
Volvió por donde había venido y con una sonrisa amplia dijo “Ya estoy preparada” Después cogió del brazo a Paula con fuerza y salieron a la calle.
No dejó subir a Paula a casa, con carantoñas la forzó a irse.
Cuando abrió la puerta su gesto era de determinación, algo le impulsaba a tomar esa actitud.
Se puso un Martín, encendió un cigarrillo y comenzó a llamar uno a uno a sus hijos y por último a su cuñada Fátima, hermana de Ramón.
-Fátima, querida. Mañana vienes los chicos a llevarse lo que quieran de su padre.
Pásate pasado mañana por si te quieres llevar también un recuerdo de tu hermano- no la dejó reaccionar, tampoco dejó a sus hijos preguntar; simplemente les dio una orden.
Cuando terminó, se fue primero al despacho de Ramón y comenzó a sacar todos sus enseres; desde una pluma de oro hasta su bloc de notas.
Éste último se abrió sin querer por el día veintitrés de noviembre. Es decir, tres días después.
Miró la anotación con la letra inconfundible de su marido y ponía: cumpleaños de Marisa.
Recoger regalo en joyería… “Será cabrón, pensó Carmen” Al lado de la anotación estaba el resguardo de la joyería Zúñiga.
Rápidamente olvidó la nota y se dirigió al dormitorio de matrimonio.
Con la misma determinación, vació el armario de su marido y todos los cajones.
Con cuidado lo llevó todo al salón y ordenándolo con esquito esmero, quitó las fotos de Ramón y cerró la puerta.
Se tomó un vaso de leche con una pastilla de Zolpidem y se acostó.
Oyó reiteradamente sonar el teléfono pero no hizo amago de descolgar.
Cuando despertó, eran las ocho y diez de la mañana del día siguiente.
Se puso un café bien cargado y se sentó en la terraza. Era una mañana hermosa, el cielo gris brotando nubes de algodón empapadas de agua contrastaba con el verdor de sus plantas.
No parecía otoño, pero Carmen tampoco semejaba a una mujer que había enterrado a su esposo tres días atrás aunque algo le hacía presagiar que estaba en el preludio de una nueva vida.
Había guardado durante años sus pequeños dramas secretos, ya era el momento de incinerarlos como a Ramón.
La falta de tiempo para ella misma había matado sus horas; no era tarde para empezar a vivir en armonía consigo misma.
Sus hijos la necesitaban, se es madre hasta que una se muere, pensó, pero ellos tenían sus vidas.
Carmen había cumplido con lo que se esperaba de ella. Sin duda pasarían algunos meses hasta que la herencia de Ramón quedara como él quería; ella aguardaría… y después comenzaría su vuelo.
Cuando terminó el café, se arregló y se fue directamente a la joyería con el resguardo que encontró en el bloc de notas de Ramón.
La dependienta, una vez transmitido el pésame, le entregó dos pequeños paquetes indicándola que su difunto esposo ya los había pagado.
No preguntó lo qué era, no la interesaba; ya no.
La hora de comer llegó rápida. Antes de ir a casa, Carmen entró en el Corte Inglés y compró comida preparada.
Al llegar, preparó una bonita mesa con pequeños bouquets de margaritas blancas tal como le gustaba a Ramón…
“Todo por mis hijos” se dijo Carmen.
A las dos en punto sus cuatro hijos estaban en casa; sus caras de preocupación lo decían todo.
Carmen no pudo reprimir una sonrisa de ternura al observarlos, para ella seguían siendo sus polluelos, siempre sería así.
-No pasa nada, hijos. Simplemente me apetecía estar a solas con vosotros y dejaros tranquilos al saber que estoy bien y daros algunas cosas de papá.
Álvaro e Ignacio, id a salón y coged lo que queráis de papá… Ah, os he puesto un par de fotos también de papá por si os las queréis llevar.
Y para vosotras, papá tenía dos encargos en la joyería. No sé lo qué es, así que escoged cada una un paquete.
Fue una comida maravillosa, hasta hubo risas recordando anécdotas de Ramón, vivencias divertidas…
Sí, sin duda sus hijos habían tenido una infancia feliz, no les había faltado el cariño de sus padres ni su apoyo y calor.
El resto, pensó Carmen, no vale nada… nada.
A las cuatro de la tarde sus hijos salieron pitando hacia sus trabajos.
Teresa se hizo la remolona y se quedó la última. Estrecho con todas sus fuerzas a su madre y le dijo:
-Mamá, gracias por ser como eres y guardar los secretos de papá.
Tu silencio ha dormido el tiempo necesario. Ahora vive, mamá… Todos te queremos muchísimo.
cuentos estelares
miércoles, 10 de octubre de 2012
EL SILENCIO DUERME
martes, 11 de septiembre de 2012
mi terraza
en mi terraza:
La pequeña casa estaba situada a orillas del mar, con sólo dar un salto estaría en la playa, pero nunca se había atrevido a bajar, se conformaba con observar como las olas iban y venían sin cesar.
Aquella tarde era una más, con la única diferencia de que no dejaba de llover.
Palmira se encontraba en la terraza de su casa, sostenía una taza de té y simplemente miraba la vida pasar.
Antes, aquella playa siempre estaba llena de gente, daba igual que fuese lunes, martes, jueves o domingo, era raro no ver a alguien.
Pero desde hace algún tiempo y desde que había empezado a llover, parecía que todo el mundo se había olvidado de aquél lugar.
A Palmira no le gustaba mucho la compañía, prefería estar sola, se sentía mejor.
Llevaba años deseando que ocurriese algo para que aquella playa se convirtiese en el lugar tranquilo y silencioso donde ella siempre había querido estar.
Y parecía que ahora lo había conseguido.
Era extraño , pensaba Palmira, deseas algo durante mucho tiempo, y cuando lo tienes, ya no lo quieres.
El problema era que llevaba tanto tiempo estando sola y sin hablar con nadie que ya no recordaba como se hacía, y tampoco le quedaban amigos, ni familia, no había ningún vecino a la vista, y desde luego, tampoco podía hablar con desconocidos.
Ya nadie pasaba por allí.
Mientras bebía el último sorbo de té, se imaginaba bajando por las escaleras a la playa.
Constantemente tenía el mismo pensamiento, pero antes de que sus pies diesen el último paso, se daba cuenta de que ya no le quedaba té,
y volvía a la realidad. Tenía unas escaleras que llevaban directamente a la playa, y nunca había sido capaz de bajarlas.
La absurda idea de bajar a hablar con alguien era algo que le obsesionaba de una manera que no llegaba a entender, más aún ahora, pues a pesar de no haber nadie, esa sensación seguía inundando sus pensamientos por mucho que intentase evitarlo.
Y es que a Palmira nunca se le dieron bien las palabras.
Cuando era pequeña lo único que quería era crecer, hacerse mayor lo más rápidamente posible, porque pensaba que así dejaría de sentirse perdida,
como si todo dependiese del tiempo y de nada más.
No era feliz, pero tampoco una persona desgraciada; para eso tendría que haber perdido algo, y nunca había tenido nada suyo.
Volvió a la terraza con más té y a lo lejos divisó a una persona.
Después de tanto tiempo alguien se había atrevido a pasar por allí
¿Significará algo? A lo mejor era una señal.
De pronto tuvo un recuerdo. Se encontraba sentada en su terraza, mirando al mar.
No llovía. Hacía un sol espléndido.
La playa estaba llena, todo el mundo parecía estar distraído, esperando a alguien, todos tenían algo que hacer o algún sitio a donde ir.
La gente reía, pero nadie la miraba. Todos tenían prisa.
Mientras tanto, Palmira permanecía en su silla esperando.
Esperar, esperar y esperar era lo único que sabía hacer.
Esperar a que le ocurriese algo.
Algo como esa persona inmóvil que se encontraba frente a ella mientras sostenía un paraguas bajo la lluvia.
Si, seguro. Esta es la señal pensó.
sábado, 11 de agosto de 2012
mi primer cigarrillo
mi 1er cigarrillo:
Vivimos en un pequeño pueblo donde hay todo lo que hay y no hay más.
Mis padres nos abandonaron el día que yo nací, a sí que tuve que crecer bastante rápido.
Mi amigo fran dice que una noche su padre dijo que iba a comprar tabaco y nunca volvió.
Desde entonces su madre se pasa las noches en la ventana de su habitación esperando a que regrese.
Al principio el se sentaba a su lado para que no se sintiese tan sola, pero a medida que iban pasando los días, las semanas, y los meses, fue entendiendo que aunque su madre estuviese en la habitación de al lado, la sentía más lejos que a su padre, el cual ni siquiera estaba en casa.
Pancho nunca ha hecho nada de eso. En realidad nunca habla de ellos, no tenemos ninguna foto, y lo único que sé es que no se llevaron la casa porque no les entraba en el coche, o eso es lo que dice siempre mi hermano.
Por mi parte todo está bien, la gente se extraña, pero ¿cómo se puede echar de menos algo que nunca se ha conocido?
Lo malo de los lugares pequeños es que todo el mundo se conoce y todo lo que hagas o lo que no hagas, va a ser comentado por los demás.
Aunque no les incumba, aunque no sepan ni la mitad, pero es así.
Es como una especie de tópico que perdurará por los siglos de los siglos sin que nadie pueda hacer nada al respecto.
Me gusta sentarme en los escalones de la plaza y observar como la gente va de aquí para allá.
Entonces, una sensación extraña recorre todo mi cuerpo dejándome los pelos de gallina y el ánimo un poco hundido.
Siempre es lo mismo. Creo que tengo miedo de acabar en este pueblo cuando sea mayor.
No me gusta pensar en el futuro, pero no puedo evitarlo.
Pancho dice que no existe, que lo mejor es vivir en el presente porque la vida da tantas vueltas que los planes te cambian cuando menos te lo esperas.
Entonces, ¿para qué molestarse en hacerlos? Sé que sólo dos personas se han marchado del pueblo, y también sé que ninguno de los dos ha vuelto jamás por aquí.
A lo lejos distinguí la figura de Pancho, le hice un gesto con la mano para que se acercara y se sentó a mi lado.
Sacó uno de sus cigarrillos del bolsillo y lo encendió.
Desde que tengo uso de razón no recordaba a mi hermano sin un cigarrillo en la mano, era como si se hubiesen convertido en una extensión más de su cuerpo.
¿Crees que un día de estos harás como el padre de Toso, te irás a comprar tabaco y ya no volverás más?le dije.
Mi hermano me miró y abrió su cajetilla, Sacó un pitillo y me lo ofreció.
Yo lo cogí con miedo, lo encendí y empecé a fumar.
Notaba perfectamente como el humo entraba por mi boca y bajaba por la garganta.
Al principio tosía un poco, pero a la tercera calada ya me había acostumbrado a su sabor e incluso resultaba agradable.
“¿Te gusta?”- dijo mi hermano-.
Lo dudé un poco pero respondí que si.
Reímos, pues los dos sabíamos que yo mentía, pero ¿acaso a alguien le gusta su primer cigarrillo?
miércoles, 11 de julio de 2012
esto nos separa
esto nos separa:
Aquél día no estaba tranquila.
Mi reloj marcaba las 21:13 para cuando me decidí a salir del portal.
Eché un vistazo rápido a la calle y a lo lejos vi un taxi verde que se acercaba.
Si lo cogía antes del semáforo, podía correr el riesgo de que se pusiese en rojo y me tocase esperar.
En cambio si lo cogía unos metros después, todo sería más rápido.
Pero venía tan deprisa que no tuve tiempo ni de pensar.
Levanté mi mano y paró, paró haciendo que el taxi que venía detrás, el tuyo, tuviese que interrumpir su rumbo y esperar para continuar.
Yo, que ya había puesto en marcha mi imaginación pensando que mi taxi se había parado, y a propósito, justo en el semáforo para que se pusiese en rojo y así tener que esperar.
y que como consecuencia de ello otro taxi se había parado, un taxi con alguien dentro, alguien que podía ser cualquier persona pero que para mí siempre tenía el mismo nombre.
Rápidamente bajé la mirada y me subí en mi taxi. Otra vez me sorprendía pensando en ti.
Una vez dentro decidí seguir imaginando que lo eras, imaginé que me habías visto y le pedías a tu taxista que nos siguiera.
Querías verme Y curiosamente el destino también lo quería porque continuabais detrás en todo momento.
Pero nunca conseguía verte la cara.
Por otro lado también cabía la posibilidad de que no lo fueras, seguramente sería así.
Pero esa noche, a diferencia de todas las demás, necesitaba engañarme.
Mucha gente vive en una película sin querer saberlo, se creen lo que quieren creerse pero en realidad sólo son actores manejados por ellos mismos que permanecen en el anonimato porque les da miedo ser descubiertos.
Se preparan concienzudamente cada papel y si corrigen sus defectos y trabajan bien, pueden llegar a encontrar el papel de sus vidas, ese que les haga por fin dejar de fingir para convertirse en las personas que siempre han querido ser.
Nunca llegué a saber quién iba dentro de ese taxi.
Varias calles después dejasteis de estar detrás para perderos por Madrid.
Pensar que tal vez estamos predestinados y que incluso el mismísimo universo quiere que nos encontrarnos me ayuda a olvidar lo que realmente sé.
Y es que necesito un motivo mucho más grande que tú, o que yo, para creerme que por muchas veces que te equivoques, vas a cambiar.
lunes, 11 de junio de 2012
la investigacion criminal
Leo en Las benévolas, de Jonathan Littell, una escena en la que un comando alemán llega a un pueblo de Ucrania, recién ocupado, a efectuar un registro (estamos en la Segunda Guerra Mundial).
Al sonido bronco de las voces en alemán, una mujer embarazada sale corriendo y chillando de una casa, víctima de un ataque de pánico.
Los soldados alemanes, por gesto reflejo, al oír aquellos chillidos se llevan el fusil ante la cara, apuntan y ¡¡pumba!!, dejan a la mujer seca.
Miradas de reproche entre ellos; consternación general.
Pero aún es posible hacer algo, pese a todo: la asesinada está en muy avanzado estado de gestación.
Los soldados del sonderkomando cogen entonces el cadáver, se lo llevan a una casa cercana, lo ponen encima de una mesa y uno que tiene nociones de enfermería consigue practicar una cesárea y extraer al niño.
Pero aparece en aquel momento el jefe del comando.
Abre la puerta de una patada: “¿Qué coño estáis haciendo?”, dice (“¿Haushavenhafen?”, imagino) y tomando al recién nacido de los pies, lo voltea en el aire y lo estampa contra el pico de una estufa.
Luego sale de la cabaña frotándose las manos.
Las benévolas es una obra de ficción.
Es decir, que para su composición, además de todos los documentos que pudiera recopilar, Littell ha tenido que valerse de su imaginación, de su capacidad evocativa, de su memoria y también de algunos elementos tradicionales.
De algo así como el inconsciente colectivo; o la memoria de la especie.
Porque yo este episodio del soldado que entra de repente en la habitación donde se encuentra un niño, lo toma de brazos de su madre, que lo esta amamantado, o de la mesa donde acaba de nacer —de la postura más indefensa, en resumen— y lo mata casi sin mediar palabra contra una pared o contra un mueble, lo he leído en muchísimos libros. Me lo he encontrado en cientos de relatos escritos a todo lo largo de la Historia.
Lo he leído ambientado en nuestra Guerra Civil, y aplicado a ambos bandos (“…llegaron las hordas rojas y, cogiendo al niño…”; “…irrumpieron los fascistas y el que los mandaba agarró al niño de los pies…”).
Lo he leído contra el fondo de la Primera Guerra Mundial, de la Revolución Rusa; aplicado a los sans culottes de la Revolución Francesa, a los familiares de la Inquisición española; y ni te cuento, amigo bloguero, en la Edad Media: ese parecía ser el método preferido en la represión de los cátaros, de los priscilianos, de los arrianos…
El viejo mito, en suma, del soldado que entra de pronto, furioso, en la habitación y mata al inocente niño de un brutal golpe.
Yo creo que el ser humano es bueno y noble por naturaleza.
Lo digo en serio.
Es verdad que hay mucho hijo de puta suelto, sobre todo mucho listo y mucho “espabilao”, pero creo que, por lo general, el ser humano está movido a la compasión y a la ternura con sus semejantes, al menos con los recién nacidos.
El asesinato de tal manera de un niño es algo que se sabe va a impactar sobremanera en quien lee o en quien escucha, que le va a hacer soltar una lágrima o apretar los puños de indignación. Aún digo más: el asesinato tan cruento de un niño, en algún momento de la Historia, ha hecho que se transforme en paradigma del terror, que los hombres, a manera de venganza, lo hayan convertido en inolvidable para siempre y en todas las latitudes.
Ahora bien:
¿se mato alguna vez a un niño así?
Yo, en mi humildad, durante mucho tiempo me dediqué a investigarlo, remontando el curso de la Historia.
Y he aquí que hace años descubrí un episodio, este sí documentado y con testigos ciertos (porque el mito siempre se ha sustentado sobre “alguien me contó”, “se dice que”, “uno lo vio”), que pudo dar origen a la leyenda.
Cuando mataron al emperador Calígula, sus asesinos (gente, por lo demás, sensata, pero enceguecida por la furia) entraron en la cámara imperial y, según coinciden muchos testimonios, tomaron a su pequeña hija de un pie y la empotraron contra una pared.
Aquello, es de imaginar, debió causar un horror inmenso en la gente de entonces, por ser la niña hija de un emperador, por ser quien mandaba a los soldados un tipo tenido por valiente y ecuánime, y por hallarse el ambiente en ebullición con las excentricidades y crueldades del césar.
Aquel crimen, transmitido de boca en boca, debió causar una impresión vivísima.
Un espanto hondo y perdurable.
Un horror eterno.
Al sonido bronco de las voces en alemán, una mujer embarazada sale corriendo y chillando de una casa, víctima de un ataque de pánico.
Los soldados alemanes, por gesto reflejo, al oír aquellos chillidos se llevan el fusil ante la cara, apuntan y ¡¡pumba!!, dejan a la mujer seca.
Miradas de reproche entre ellos; consternación general.
Pero aún es posible hacer algo, pese a todo: la asesinada está en muy avanzado estado de gestación.
Los soldados del sonderkomando cogen entonces el cadáver, se lo llevan a una casa cercana, lo ponen encima de una mesa y uno que tiene nociones de enfermería consigue practicar una cesárea y extraer al niño.
Pero aparece en aquel momento el jefe del comando.
Abre la puerta de una patada: “¿Qué coño estáis haciendo?”, dice (“¿Haushavenhafen?”, imagino) y tomando al recién nacido de los pies, lo voltea en el aire y lo estampa contra el pico de una estufa.
Luego sale de la cabaña frotándose las manos.
Las benévolas es una obra de ficción.
Es decir, que para su composición, además de todos los documentos que pudiera recopilar, Littell ha tenido que valerse de su imaginación, de su capacidad evocativa, de su memoria y también de algunos elementos tradicionales.
De algo así como el inconsciente colectivo; o la memoria de la especie.
Porque yo este episodio del soldado que entra de repente en la habitación donde se encuentra un niño, lo toma de brazos de su madre, que lo esta amamantado, o de la mesa donde acaba de nacer —de la postura más indefensa, en resumen— y lo mata casi sin mediar palabra contra una pared o contra un mueble, lo he leído en muchísimos libros. Me lo he encontrado en cientos de relatos escritos a todo lo largo de la Historia.
Lo he leído ambientado en nuestra Guerra Civil, y aplicado a ambos bandos (“…llegaron las hordas rojas y, cogiendo al niño…”; “…irrumpieron los fascistas y el que los mandaba agarró al niño de los pies…”).
Lo he leído contra el fondo de la Primera Guerra Mundial, de la Revolución Rusa; aplicado a los sans culottes de la Revolución Francesa, a los familiares de la Inquisición española; y ni te cuento, amigo bloguero, en la Edad Media: ese parecía ser el método preferido en la represión de los cátaros, de los priscilianos, de los arrianos…
El viejo mito, en suma, del soldado que entra de pronto, furioso, en la habitación y mata al inocente niño de un brutal golpe.
Yo creo que el ser humano es bueno y noble por naturaleza.
Lo digo en serio.
Es verdad que hay mucho hijo de puta suelto, sobre todo mucho listo y mucho “espabilao”, pero creo que, por lo general, el ser humano está movido a la compasión y a la ternura con sus semejantes, al menos con los recién nacidos.
El asesinato de tal manera de un niño es algo que se sabe va a impactar sobremanera en quien lee o en quien escucha, que le va a hacer soltar una lágrima o apretar los puños de indignación. Aún digo más: el asesinato tan cruento de un niño, en algún momento de la Historia, ha hecho que se transforme en paradigma del terror, que los hombres, a manera de venganza, lo hayan convertido en inolvidable para siempre y en todas las latitudes.
Ahora bien:
¿se mato alguna vez a un niño así?
Yo, en mi humildad, durante mucho tiempo me dediqué a investigarlo, remontando el curso de la Historia.
Y he aquí que hace años descubrí un episodio, este sí documentado y con testigos ciertos (porque el mito siempre se ha sustentado sobre “alguien me contó”, “se dice que”, “uno lo vio”), que pudo dar origen a la leyenda.
Cuando mataron al emperador Calígula, sus asesinos (gente, por lo demás, sensata, pero enceguecida por la furia) entraron en la cámara imperial y, según coinciden muchos testimonios, tomaron a su pequeña hija de un pie y la empotraron contra una pared.
Aquello, es de imaginar, debió causar un horror inmenso en la gente de entonces, por ser la niña hija de un emperador, por ser quien mandaba a los soldados un tipo tenido por valiente y ecuánime, y por hallarse el ambiente en ebullición con las excentricidades y crueldades del césar.
Aquel crimen, transmitido de boca en boca, debió causar una impresión vivísima.
Un espanto hondo y perdurable.
Un horror eterno.
viernes, 11 de mayo de 2012
nada que decir, nada que callar
nada que decir, nada que callar
Cuando era pequeña pensaba que la voz se gastaba, que llegaría un momento en el que de tanto hablar me quedaría muda, porque la voz dura un tiempo, y yo estaba malgastándola con palabras sin sentido que no decían nada importante.
A sí que durante unos días decidí hablar poco, casi nada.
Tenía que pensar bien cada palabra y cada frase, no quería quedarme sin voz antes de decir todo lo que tenía que decir.
Y… la inspiración no llegaba.
Pensaba mucho, si, pero todo se quedaba dentro de mi cabeza porque no encontraba las palabras adecuadas para expresarlo.
Aproximadamente tardé una semana en darme cuenta de que aquello no tenía ningún sentido, porque la gente, en general, suele hablar mucho y decir poco.
A sí que yo, cansada de tanto silencio, decidí volver a malgastar mis palabras esta vez, sin temor a perderlas. Lo bueno de todo esto es que aprendí una cosa: a escuchar, y eso al parecer sí era importante.
Pero por aquél entonces yo, que sólo era una niña, pensaba que la vida era mucho más que todo eso y que sólo tendría que esperar a crecer y hacerme mayor para encontrar las respuestas de todas las preguntas que me hacía y que nunca había sabido responder.
A sí que durante mucho tiempo, decidí no preocuparme por nada y esperar a que las cosas ocurriesen por sí solas, a que las palabras, las de verdad, saliesen por mi boca como si nada.
Pero el tiempo pasó, pasó y pasó tanto que me hice mayor, tan mayor que ya era tarde para hacer todo lo que tenía que hacer y decir todo lo que tenía que decir.
Y ahora me encuentro sentada en este sofá, intentando responder las mismas preguntas que se hacía aquella niña hace hoy ya tantos años.
El tiempo ha pasado tan deprisa que no me he dado ni cuenta, vaya.
Y tiene que ser hoy, justamente hoy, cuando me doy cuenta de que esta vida no se puede rebobinar.
Cuando era pequeña pensaba que la voz se gastaba, que llegaría un momento en el que de tanto hablar me quedaría muda, porque la voz dura un tiempo, y yo estaba malgastándola con palabras sin sentido que no decían nada importante.
A sí que durante unos días decidí hablar poco, casi nada.
Tenía que pensar bien cada palabra y cada frase, no quería quedarme sin voz antes de decir todo lo que tenía que decir.
Y… la inspiración no llegaba.
Pensaba mucho, si, pero todo se quedaba dentro de mi cabeza porque no encontraba las palabras adecuadas para expresarlo.
Aproximadamente tardé una semana en darme cuenta de que aquello no tenía ningún sentido, porque la gente, en general, suele hablar mucho y decir poco.
A sí que yo, cansada de tanto silencio, decidí volver a malgastar mis palabras esta vez, sin temor a perderlas. Lo bueno de todo esto es que aprendí una cosa: a escuchar, y eso al parecer sí era importante.
Pero por aquél entonces yo, que sólo era una niña, pensaba que la vida era mucho más que todo eso y que sólo tendría que esperar a crecer y hacerme mayor para encontrar las respuestas de todas las preguntas que me hacía y que nunca había sabido responder.
A sí que durante mucho tiempo, decidí no preocuparme por nada y esperar a que las cosas ocurriesen por sí solas, a que las palabras, las de verdad, saliesen por mi boca como si nada.
Pero el tiempo pasó, pasó y pasó tanto que me hice mayor, tan mayor que ya era tarde para hacer todo lo que tenía que hacer y decir todo lo que tenía que decir.
Y ahora me encuentro sentada en este sofá, intentando responder las mismas preguntas que se hacía aquella niña hace hoy ya tantos años.
El tiempo ha pasado tan deprisa que no me he dado ni cuenta, vaya.
Y tiene que ser hoy, justamente hoy, cuando me doy cuenta de que esta vida no se puede rebobinar.
miércoles, 11 de abril de 2012
el jugador
Este es el relato premiado.
Espero que os guste, aunque el estilo es muy diferente.
También espero que no os resulte demasiado largo.
Muchas gracias por vuestro interés
Yo ya sé que resulto desagradable y que, cuando entro en un casino, los rostros se vuelven, ceñudos, hacia mí.
Todos los que son alguien en este mundillo, hasta los croupiers, me conocen y no se molestan en disimular su tirria.
Incluso he visto a alguno que, al pasar yo a su lado, escupía despectivamente por un lado de la boca. Sin embargo, no me pueden impedir la entrada.
Ya quisieran, pero en ninguna regla, ningún estatuto, ninguna base se dice nada contra mi forma de jugar.
Cruzo, pues, la sala entre la mirada punzante de los jugadores y me siento a la mesa más poblada de texas hold´em.
La mayoría, entonces, aunque vayan ganando, recoge sus fichas, se levanta de la silla y se traslada a otra mesa.
“Se acabó la diversión”, mascullan entre dientes.
Pero algunos, los pocos que aún no me conocen, o los que, pese a todo, confían en derrotarme, se quedan.
Reconstruyen sus montones de fichas y, pasándose una entre los nudillos, como corresponde a jugadores experimentados, aguardan expectantes a que el croupier reparta.
Yo coloco mis dos manos, abiertas y hacia abajo, sobre el tapete, y con indiferencia aguardo a que caigan las dos cartas antes mí. No las miro.
Nunca las he mirado.
Eso es lo que pone nerviosos a mis contrincantes: mientras ellos agarran los naipes y echan una mirada rápida, casi furtiva, con el mayor sigilo, a la suerte que les ha tocado, yo ni siquiera toco mis cartas.
Les miro a ellos.
Observo sus reacciones, escruto sus gestos, analizo el brillo de decepción en sus ojos o sus ímprobos esfuerzos por permanecer tranquilos y disimular.
Es más, ni siquiera contemplo cómo se desarrolla la jugada, cómo el croupier va disponiendo sobre el tapete el resto de los naipes.
Solo miro a los otros, a los de enfrente.
Y aun escondidos tras gorras y gafas de sol, aun abrazados a las caderas de una señorita, aun borrachos y caóticos, e incluso a los profesionales del hieratismo, les adivino su jugada.
Quiero decir: sé si están convencidos de ganar, en cuyo caso me retiro de la mano con una sonrisa; o sé si albergan dudas, si piensan que van a perder, y en tal caso, sin dejar de mirar a mi oponente, doy dos golpes en la mesa.
“Veo”, y sostengo la apuesta.
A veces empujan con las dos manos su montón hacia el centro del tapete.
“Mi resto”, dicen.
Pero yo no dudo ni un momento ante el farol.
Asiento con la cabeza, cuento con calma las fichas del órdago y en montones rectos y estables las deposito con cuidado junto a la montonera de fichas del centro. Descubre entonces el otro sus dos cartas y yo hago lo propio con las mías, pero ni aún así las miro.
Nunca las miro.
Nunca he sabido cuál es mi jugada.
Me limito a seguir con la vista fija en mi contrincante y escucho entonces el “¡oh!” de admiración de quienes se han ido juntando en torno de la mesa, mientras, invariablemente, el croupier reúne las fichas y las empuja hacia mi dirección.
A lo largo de estos años, he visto todo tipo de reacciones en el de enfrente.
Desde arrojar la gorra o las gafas, airado, sobre el tapete, a extenderme la mano con una sonrisa.
Los borrachos suelen balbucir un “enhorabuena”, y los que jugaban abrazados a las caderas de una señorita me guiñan un ojo, en reconocimiento de mi triunfo. Los profesionales suelen tomar peor su derrota.
Mientras ordeno mis montones de fichas, alguno se acerca para decirme que esa no es manera de jugar.
“El póker no es un juego de azar, tío.
Cómprate un décimo de lotería, o cuélgate de la palanca de una tragaperras, pero aquí no vengas a joder.
El póker es un deporte de paciencia, inteligencia, cálculo, memoria…”.
Yo les escucho mientras reconstruyo mis montones.
En silencio.
Sin hacer apenas un gesto.
“Algún día se te acabará la suerte”, es costumbre que concluyan, mientras me señalan amenazadoramente con el dedo.
Ha comenzado una nueva partida.
—Veo —y vuelvo a empujar un montón hacia delante, mis dos cartas frente a mí, siempre boca abajo, sin que haya puesto siquiera un dedo sobre ellas.
La vista fija en el contrario.
—¿Dónde aprendiste a jugar así?
—me preguntó cierto día un compañero de mesa, un joven vestido de traje, con el cabello cuidadosamente peinado, los zapatos lustrosos, reloj de esfera dorado, un joven novato al que acababa de desplumar.
No preguntaba con ánimo insidioso; la suya era pura curiosidad.
Me resultaría difícil explicarlo, en caso que quisiera.
Largo y difícil sería hablarle de aquellos años en que andaba con la pandilla, chavales del barrio que no teníamos el menor interés en estudiar.
Nuestros padres tampoco parecían preocuparse por el asunto y nosotros, chicos fogosos, matábamos el tiempo merodeando por la estación de autobuses, un sitio lleno de oportunidades para el que tiene un poco de vista: aglomeraciones, escaleras, ascensores, bolsos descuidados sobre los respaldos, maletas que se abandonan un momento para hacer una llamada, móviles que se dejan sobre el mostrador para buscar el billete….
De todo ello podía uno escabullirse cargado de relojes, tarjetas, carteras.
Yo, sin embargo, prefería aguardar agazapado entre las columnas de la estación.
Los autobuses se detenían con un bufido neumático, abrían las puertas y los pasajeros comenzaban a descender en compacto tropel.
Tenía que surgir alguna buena oportunidad. Tenía que surgir.
Uno de mis compañeros, agazapado él también tras una columna, había abandonado ya su refugio y se colaba entre los viajeros.
Estos, en vocinglero tumulto, bajaban sus pertenencias del maletero y las dejaban en el andén, para agacharse a por más.
Yo veía la cabeza de mi compañero entre la masa de la gente y, de pronto un grito, una voz ronca que suelta una imprecación, una pequeña ebullición en el centro de la muchedumbre.
Ruido de carreras, gritos de “¡eh, al ladrón!” que retumban por los pasillos.
Todo el mundo, alarmado por el incidente, entre asustado y curioso, gira la cabeza en la dirección de las voces.
Todo el mundo queda en suspenso durante varios segundos, momento en que yo aprovecho para salir de detrás de mi columna y dirigirme, aparentando también perplejidad, al montón de sus pertenencias…
—¿Dónde aprendiste a jugar así? —insiste el joven de los zapatos lustrosos y el reloj dorado.
Me resultaría difícil explicarle, aunque quisiera, la satisfacción con la que entraba en el bar, el bolsillo lleno de billetes. Algunos habían sido directamente trasegados desde las carteras; otros los había obtenido después de una venta rápida en el lugar de costumbre, un estanco a cuya trasera una señora gorda y vestida de negro “recepcionaba el material”; así se dice, al menos, en la jerga de la policía. Entraba en el bar y allí al fondo, detrás de una cortina, mi padre y otros tres expelían humo en abundancia, en torno a una mesa redonda.
Descorría la cortina y mi padre me saludaba con una voz extemporánea:
“Hola, hijo”, por ejemplo.
A veces “hola, chaval”. Y luego me decía:
“Siéntate a mi lado, que me traes suerte”.
A veces me alborotaba el cabello por la parte de la nuca, en señal de bienvenida.
No era mal tipo mi padre.
Yo, con el mayor disimulo, le deslizaba en el bolsillo los billetes que acababa de conseguir.
Mi padre procuraba poner cara indiferente mientras “recepcionaba el material” Sin embargo, nunca era tan hábil como para que los de enfrente dejaran de percibir sus movimientos.
A veces ligaba una buena jugada, y desplegaba entonces sus naipes sobre la mesa, con expresión triunfante, pero apenas conseguía arrebañar unos cuantos billetes del bote.
En las jugadas reñidas, cuando el ambiente se espesaba, mi padre luchaba por parecer desinteresado, despistado incluso, y miraba su jugada de continuo, como si de puro mala se le hubiese olvidado.
Yo advertía entonces el brillo fiero en los ojos del de enfrente, la sonrisa de delectación, en ocasiones tan clara que le tiraba a mi padre de la manga. “Déjame, joder”, se sacudía él; y me decía luego por lo bajo: “Nunca vuelvas a hacer eso, sé lo que me hago”, y tiraba las cartas sobre la mesa, con arrogancia.
“Full”, decía, por ejemplo, y se frotaba las manos.
Pero cuando iba a recoger los billetes, una mano le atenazaba la muñeca y una risotada retumbaba en el local.
“¿Dónde vas, pardillo?”.
Cierta vez (pero yo sabía que iba a ocurrir) se lo dejó todo en la última jugada, mientras su contrario simulaba estar demasiado entretenido en la contemplación de sus uñas.
Todo significaba el coche, significaba el piso, significaba incluso el único traje que tenía para ir a trabajar.
“Muéstralas tú primero”, dijo el de enfrente, con una sonrisa irónica e infinitamente cruel.
Porque sabía —él y yo sabíamos— que iba a ganar.
El chaval del traje y el reloj de oro al que acabo de desplumar espera una respuesta.
Yo me encojo de hombros y sigo el curso de la jugada en la que estoy inmerso.
Aquella noche, la que lo perdió todo, volvíamos a casa en silencio.
Al ir a cruzar una calle, tropecé y no sabría decir cómo se me desprendió una suela del zapato.
Mi padre se agachó a recogerla con un bufido y se levantó con una furia desconocida.
Me empujó hacia delante, “imbécil, a ver si miras por dónde andas” y me acorraló contra una pared.
“Ahora va a haber que comprarte unos zapatos, subnormal”, y me dio la vuelta a manotazos, me agarró del cuello y armó un puño frente a mi cara.
Un puño que temblaba, como a punto de ser descargado sobre mí.
“Subnormal”, no paraba de decirme.
Pero yo le miraba a los ojos y, aunque amedrentado yo y enfurecido él, alcancé a discernir que, pese a todo, nunca descargaría el puño sobre mí.
No era mal tipo mi padre. Pero no sabía ir de farol.
Es por eso —sería largo de explicar al joven arruinado— que yo no miro mis cartas. Nunca miro mis cartas.
Sólo miro a los ojos del contrario y sé si puede ganársele, en cuyo caso cubro las apuestas, o si están convencidos de su victoria y vienen a destrozarme.
En ese caso, con la sonrisa más humilde y más sumisa que puedo desplegar, me retiro.
Todo depende de un brillo de los ojos, o de un leve rictus de los labios.
No es difícil de identificar.
Espero que os guste, aunque el estilo es muy diferente.
También espero que no os resulte demasiado largo.
Muchas gracias por vuestro interés
Yo ya sé que resulto desagradable y que, cuando entro en un casino, los rostros se vuelven, ceñudos, hacia mí.
Todos los que son alguien en este mundillo, hasta los croupiers, me conocen y no se molestan en disimular su tirria.
Incluso he visto a alguno que, al pasar yo a su lado, escupía despectivamente por un lado de la boca. Sin embargo, no me pueden impedir la entrada.
Ya quisieran, pero en ninguna regla, ningún estatuto, ninguna base se dice nada contra mi forma de jugar.
Cruzo, pues, la sala entre la mirada punzante de los jugadores y me siento a la mesa más poblada de texas hold´em.
La mayoría, entonces, aunque vayan ganando, recoge sus fichas, se levanta de la silla y se traslada a otra mesa.
“Se acabó la diversión”, mascullan entre dientes.
Pero algunos, los pocos que aún no me conocen, o los que, pese a todo, confían en derrotarme, se quedan.
Reconstruyen sus montones de fichas y, pasándose una entre los nudillos, como corresponde a jugadores experimentados, aguardan expectantes a que el croupier reparta.
Yo coloco mis dos manos, abiertas y hacia abajo, sobre el tapete, y con indiferencia aguardo a que caigan las dos cartas antes mí. No las miro.
Nunca las he mirado.
Eso es lo que pone nerviosos a mis contrincantes: mientras ellos agarran los naipes y echan una mirada rápida, casi furtiva, con el mayor sigilo, a la suerte que les ha tocado, yo ni siquiera toco mis cartas.
Les miro a ellos.
Observo sus reacciones, escruto sus gestos, analizo el brillo de decepción en sus ojos o sus ímprobos esfuerzos por permanecer tranquilos y disimular.
Es más, ni siquiera contemplo cómo se desarrolla la jugada, cómo el croupier va disponiendo sobre el tapete el resto de los naipes.
Solo miro a los otros, a los de enfrente.
Y aun escondidos tras gorras y gafas de sol, aun abrazados a las caderas de una señorita, aun borrachos y caóticos, e incluso a los profesionales del hieratismo, les adivino su jugada.
Quiero decir: sé si están convencidos de ganar, en cuyo caso me retiro de la mano con una sonrisa; o sé si albergan dudas, si piensan que van a perder, y en tal caso, sin dejar de mirar a mi oponente, doy dos golpes en la mesa.
“Veo”, y sostengo la apuesta.
A veces empujan con las dos manos su montón hacia el centro del tapete.
“Mi resto”, dicen.
Pero yo no dudo ni un momento ante el farol.
Asiento con la cabeza, cuento con calma las fichas del órdago y en montones rectos y estables las deposito con cuidado junto a la montonera de fichas del centro. Descubre entonces el otro sus dos cartas y yo hago lo propio con las mías, pero ni aún así las miro.
Nunca las miro.
Nunca he sabido cuál es mi jugada.
Me limito a seguir con la vista fija en mi contrincante y escucho entonces el “¡oh!” de admiración de quienes se han ido juntando en torno de la mesa, mientras, invariablemente, el croupier reúne las fichas y las empuja hacia mi dirección.
A lo largo de estos años, he visto todo tipo de reacciones en el de enfrente.
Desde arrojar la gorra o las gafas, airado, sobre el tapete, a extenderme la mano con una sonrisa.
Los borrachos suelen balbucir un “enhorabuena”, y los que jugaban abrazados a las caderas de una señorita me guiñan un ojo, en reconocimiento de mi triunfo. Los profesionales suelen tomar peor su derrota.
Mientras ordeno mis montones de fichas, alguno se acerca para decirme que esa no es manera de jugar.
“El póker no es un juego de azar, tío.
Cómprate un décimo de lotería, o cuélgate de la palanca de una tragaperras, pero aquí no vengas a joder.
El póker es un deporte de paciencia, inteligencia, cálculo, memoria…”.
Yo les escucho mientras reconstruyo mis montones.
En silencio.
Sin hacer apenas un gesto.
“Algún día se te acabará la suerte”, es costumbre que concluyan, mientras me señalan amenazadoramente con el dedo.
Ha comenzado una nueva partida.
—Veo —y vuelvo a empujar un montón hacia delante, mis dos cartas frente a mí, siempre boca abajo, sin que haya puesto siquiera un dedo sobre ellas.
La vista fija en el contrario.
—¿Dónde aprendiste a jugar así?
—me preguntó cierto día un compañero de mesa, un joven vestido de traje, con el cabello cuidadosamente peinado, los zapatos lustrosos, reloj de esfera dorado, un joven novato al que acababa de desplumar.
No preguntaba con ánimo insidioso; la suya era pura curiosidad.
Me resultaría difícil explicarlo, en caso que quisiera.
Largo y difícil sería hablarle de aquellos años en que andaba con la pandilla, chavales del barrio que no teníamos el menor interés en estudiar.
Nuestros padres tampoco parecían preocuparse por el asunto y nosotros, chicos fogosos, matábamos el tiempo merodeando por la estación de autobuses, un sitio lleno de oportunidades para el que tiene un poco de vista: aglomeraciones, escaleras, ascensores, bolsos descuidados sobre los respaldos, maletas que se abandonan un momento para hacer una llamada, móviles que se dejan sobre el mostrador para buscar el billete….
De todo ello podía uno escabullirse cargado de relojes, tarjetas, carteras.
Yo, sin embargo, prefería aguardar agazapado entre las columnas de la estación.
Los autobuses se detenían con un bufido neumático, abrían las puertas y los pasajeros comenzaban a descender en compacto tropel.
Tenía que surgir alguna buena oportunidad. Tenía que surgir.
Uno de mis compañeros, agazapado él también tras una columna, había abandonado ya su refugio y se colaba entre los viajeros.
Estos, en vocinglero tumulto, bajaban sus pertenencias del maletero y las dejaban en el andén, para agacharse a por más.
Yo veía la cabeza de mi compañero entre la masa de la gente y, de pronto un grito, una voz ronca que suelta una imprecación, una pequeña ebullición en el centro de la muchedumbre.
Ruido de carreras, gritos de “¡eh, al ladrón!” que retumban por los pasillos.
Todo el mundo, alarmado por el incidente, entre asustado y curioso, gira la cabeza en la dirección de las voces.
Todo el mundo queda en suspenso durante varios segundos, momento en que yo aprovecho para salir de detrás de mi columna y dirigirme, aparentando también perplejidad, al montón de sus pertenencias…
—¿Dónde aprendiste a jugar así? —insiste el joven de los zapatos lustrosos y el reloj dorado.
Me resultaría difícil explicarle, aunque quisiera, la satisfacción con la que entraba en el bar, el bolsillo lleno de billetes. Algunos habían sido directamente trasegados desde las carteras; otros los había obtenido después de una venta rápida en el lugar de costumbre, un estanco a cuya trasera una señora gorda y vestida de negro “recepcionaba el material”; así se dice, al menos, en la jerga de la policía. Entraba en el bar y allí al fondo, detrás de una cortina, mi padre y otros tres expelían humo en abundancia, en torno a una mesa redonda.
Descorría la cortina y mi padre me saludaba con una voz extemporánea:
“Hola, hijo”, por ejemplo.
A veces “hola, chaval”. Y luego me decía:
“Siéntate a mi lado, que me traes suerte”.
A veces me alborotaba el cabello por la parte de la nuca, en señal de bienvenida.
No era mal tipo mi padre.
Yo, con el mayor disimulo, le deslizaba en el bolsillo los billetes que acababa de conseguir.
Mi padre procuraba poner cara indiferente mientras “recepcionaba el material” Sin embargo, nunca era tan hábil como para que los de enfrente dejaran de percibir sus movimientos.
A veces ligaba una buena jugada, y desplegaba entonces sus naipes sobre la mesa, con expresión triunfante, pero apenas conseguía arrebañar unos cuantos billetes del bote.
En las jugadas reñidas, cuando el ambiente se espesaba, mi padre luchaba por parecer desinteresado, despistado incluso, y miraba su jugada de continuo, como si de puro mala se le hubiese olvidado.
Yo advertía entonces el brillo fiero en los ojos del de enfrente, la sonrisa de delectación, en ocasiones tan clara que le tiraba a mi padre de la manga. “Déjame, joder”, se sacudía él; y me decía luego por lo bajo: “Nunca vuelvas a hacer eso, sé lo que me hago”, y tiraba las cartas sobre la mesa, con arrogancia.
“Full”, decía, por ejemplo, y se frotaba las manos.
Pero cuando iba a recoger los billetes, una mano le atenazaba la muñeca y una risotada retumbaba en el local.
“¿Dónde vas, pardillo?”.
Cierta vez (pero yo sabía que iba a ocurrir) se lo dejó todo en la última jugada, mientras su contrario simulaba estar demasiado entretenido en la contemplación de sus uñas.
Todo significaba el coche, significaba el piso, significaba incluso el único traje que tenía para ir a trabajar.
“Muéstralas tú primero”, dijo el de enfrente, con una sonrisa irónica e infinitamente cruel.
Porque sabía —él y yo sabíamos— que iba a ganar.
El chaval del traje y el reloj de oro al que acabo de desplumar espera una respuesta.
Yo me encojo de hombros y sigo el curso de la jugada en la que estoy inmerso.
Aquella noche, la que lo perdió todo, volvíamos a casa en silencio.
Al ir a cruzar una calle, tropecé y no sabría decir cómo se me desprendió una suela del zapato.
Mi padre se agachó a recogerla con un bufido y se levantó con una furia desconocida.
Me empujó hacia delante, “imbécil, a ver si miras por dónde andas” y me acorraló contra una pared.
“Ahora va a haber que comprarte unos zapatos, subnormal”, y me dio la vuelta a manotazos, me agarró del cuello y armó un puño frente a mi cara.
Un puño que temblaba, como a punto de ser descargado sobre mí.
“Subnormal”, no paraba de decirme.
Pero yo le miraba a los ojos y, aunque amedrentado yo y enfurecido él, alcancé a discernir que, pese a todo, nunca descargaría el puño sobre mí.
No era mal tipo mi padre. Pero no sabía ir de farol.
Es por eso —sería largo de explicar al joven arruinado— que yo no miro mis cartas. Nunca miro mis cartas.
Sólo miro a los ojos del contrario y sé si puede ganársele, en cuyo caso cubro las apuestas, o si están convencidos de su victoria y vienen a destrozarme.
En ese caso, con la sonrisa más humilde y más sumisa que puedo desplegar, me retiro.
Todo depende de un brillo de los ojos, o de un leve rictus de los labios.
No es difícil de identificar.
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